sábado, 19 de diciembre de 2015

Ella.

Acostumbrada a conseguir todo con el mínimo esfuerzo. Incapaz de ver sus logros y con el constante pensamiento de que no es nada, que lo que hace no tiene importancia y que los halagos de los demás son por pura obligación.
Ahogándose con sus propios pensamientos. Agonizando por un futuro claro que ni siquiera se percibe. Rogando por un aclarado de ideas o simplemente por tenerlas. Queriendo hacer todo e intentando nada a la vez. Creyendo en la lucha y quedándose fuera de la pelea.
Con falta de fuerzas, cada vez menos esperanza y mucha más debilidad.

Ella, perdida en su propio laberinto.
Ella, queriendo algo que ni siquiera ha pasado por su mente.
Ella, cada día lucha un poco más para poder seguir respirando con normalidad.
Ella, la chica que sea ahoga al aire libre y también encerrada.
Ella, la que le da vueltas a todo para terminar en el mismo sitio.

Abandonándose poco a poco. Llegando a ver ideas extravagantes como una salida a algo de lo que pretende huir. Se rehúsa a tomar decisiones. Por abandonar, abandona hasta la comida. Creyendo que cinco comidas al día son demasiadas, pero que tres también. Si a duras penas puede sobrevivir con dos, lo hará.

Perdida en sí misma se da cuenta de que está cayendo. Finge no saber nada y se derrumba por dentro. Esconde sus momentos de debilidad, grita contra la almohada para que ésta atrape sus voces. Desprecia sus sentimientos y sensaciones. En su estúpida lista de prioridades ella es la última.

Pero lo peor, lo más triste y lamentablemente es que es verdad. Todo es verdad, lo veo todos los días. Y lo vivo. Soy yo esa que no quiere tomar decisiones, esa que todos los días cierra fuertemente los ojos con la esperanza de que al abrirlos vea claro mi futuro porque no sé qué hacer. Quiero respirar con normalidad. Quiero dejar de llorar por las noches. Quiero dejar de decepcionar a las personas que me importan. No quiero levantarme más con los ojos hinchados y el ánimo por los suelos. Quiero salir de casa con ganas de hacer algo productivo, quiero sonreír por ir a clase y sobre todo quiero encontrar eso que me haga feliz, pero jodidamente me está costando la vida y una puta depresión.

martes, 15 de diciembre de 2015

Existen cosas imposibles de mostrar en una matriz. Y a veces los vectores no nos salvan la vida.

Hasta que no colocó sus gafas graduadas sobre el puente de su nariz no dejó de verlo todo borroso. Cada día se resistía más a sentir esa sensación de vértigo y mareo que sufría al olvidar esas viejas y ralladas lentes.
Aún con sus manos temblorosas consiguió verter la cantidad exacta de café que bebía cada mañana para mantenerse despierta, o eso era lo que ella creía, porque después de tantos años, extrañamente, había creado una cierta inmunidad hacia la cafeína.
Con su maletín sujeto con la fuerza justa, salió por la puerta de aquella casa de paredes cuarteadas. Continuamente pensaba en pintarlas de nuevo, e incluso se paseaba por las tiendas preguntando por los colores disponibles. Pero sabía perfectamente que aunque fuera capaz de demostrar cada día todos los teoremas que le propusieran, no tenía, o más bien conservaba, ciertas habilidades que le permitieran redecorar sin ayuda alguna su pequeño hogar.
Casada con su trabajo y profesión desde que terminó la carrera, rara vez había disfrutado de la compañía de los pocos amantes que había tenido a lo largo de su vida. Nadie era capaz de aguantarla, y sus alumnos lo sospechaban, no daba la imagen de una mujer que dedicaba parte de su tiempo para sus nietos. Cabía la posibilidad de que tuviera sobrinos, pero se dudaba de su existencia. Ninguno de sus don Juanes había llegado a comprender el amor y la estrecha relación que mantenía con su trabajo. Parecían los terceros entre ella y los números. Llegaban incluso a sentirse mal, a poder creer que ellos eran su aventura y que cuando ella llegaba a casa descansaba rodeada de hojas llenas de letras y números colocadas de tal manera que ningún mortal les encontraría sentido.
Con monotonía apartó el retrovisor que le mostraba las marcas de la edad. Constantemente se repetía que una arruga más o una cana no disminuirían sus capacidades matemáticas, sin embargo tenía aquellos días vividos por todos los que se rodean de soledad, que la hundían hasta lo más profundo del pozo permitiéndole escuchar el propio eco de sus pensamientos. Repitiendo una y otra vez que los años acabarían con ella y que la única compañía que tendría sería la de los amarillentos folios que la esperaban en su despacho, testigos de sus caídas y logros. Conscientes en sí mismos de que eran su único apoyo por muy triste que sonase.

Y, rodeada constantemente de personas, palpaba la agonía y vivía la rivalidad estúpida entre investigadores, ahogados en una competición interminable que acababa con sus vidas.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Ahondando en la rutina.

Pan y aceite, todos los días igual. La rutina nunca cambiaba antes de salir de casa. Hacía años que había dejado de tomar el pan tostado, exactamente los mismos años que habían pasado desde la muerte de su mujer. Se vestía como siempre, pantalones, un jersey del mismo color que los zapatos y rara vez dejaba en casa su chaqueta. Antes de salir, como siempre, le dedicaba una sonrisa al espejo de la entrada y un beso a la foto del amor de su vida.
Y entonces es cuando se acababa la rutina, la dejaba entre las paredes de su piso, la abandonaba a su suerte para que otro desgraciado la cogiera. Aunque pocas personas eran las que no la poseían ya. Se acercaba al mapa de las líneas urbanas que tenía la parada de autobús más cercana y elegía un número al azar. Podrían repetirse, pero el viaje nunca era el mismo.
Una vez elegido el autobús que cogería, buscaba la parada más cercana a su situación y se encaminaba saludando a quien su vista le permitía reconocer, y tal vez a algún desconocido de más. Nunca estaba mal dedicar sonrisas a alguien más que a tu propio reflejo. Aquel día no sería diferente, aunque nunca se repetían los pasos, era otra rutina. Sin embargo, esa mañana la huelga de autobuses le haría esperar por media hora al treinta y ocho, número que había escogido porque eran los años que cumplía su hijo la semana siguiente. Dando vueltas por la marquesina, con el periódico en la mano y los dientes rechinando, escuchó cómo le llamaban.
Le costó un movimiento de gafas darse cuenta de quién se trataba, Felicia, su antigua vecina, aquella que hacía unos pasteles tan buenos, se encontraba acompañada por dos señoras más de su edad, a cada cual más arrugada. Sonrió en su dirección y agitó el diario para saludarle.
—¡Tomás! Cuánto tiempo. —Recordó. —¿Adónde vas?
Se percató de que no era la primera vez que lo veía en una parada de autobús desde la muerte de su esposa y tenía curiosidad.
—Ni yo mismo lo sé. —Contestó con una risa que terminó convirtiéndose en una preocupante tos de la que logró salir airoso.
Felicia suspiró negando para sí misma. Aquel hombre era un buen partido, seguro que habría podido quererle  a pesar de haber tenido a Julián. Pero no, sabía que él sólo tenía ojos para una mujer, y lamentablemente ésta ya no podría disfrutar nunca más de la generosidad y buena compañía de Tomás.
Se despidió al ver que llegaba su transporte, subió sin dificultad y colocó la tarjeta que le habían facilitado por su jubilación sobre aquel extraño aparato que siempre pitaba al hacer el mismo gesto. Encogiéndose de hombros buscó un sitio en el que acomodarse, quejándose internamente porque si se sentaba en el único que había libre, las vistas serían a la parte frontal del vehículo.
Resignándose, se dejó caer con el crujido de sus rodillas sobre la roída espuma que cubría aquellos pobres asientos y abrió el periódico exactamente por la mitad. No tenía intención de prestarle atención, simplemente lo sujetaría con sus temblorosas manos mientras miraba por la ventana. Sin embargo, terminó cediendo, clavó sus ojos en las primeras líneas impresas, refunfuñando porque no le gustaba estar de frente y comenzó a leer sin darse cuenta de que estaba haciendo de su propia "no-rutina" la más asquerosa de las rutinas, por mucho azar que se interpusiera en ella. El que el joven de greñas, que se situaba delante de él, se levantó para bajar del autobús; y Tomás aprovechó dicha ocasión para cambiarse de lugar. Y entonces sí, sujetó el diario con sus arrugadas a la vez que callosas manos y miró a través de la ventana. Le gustaba verlo de esa forma, le gustaba no anticipar lo que iba a pasar aunque se sabía perfectamente el recorrido de todos los autobuses de la ciudad, todas y cada una de las calles por las que pasaban todos ellos. Utilizaba su memoria, la entrenaba día a día, recordando detalles de los peatones y muchas veces se alegraba al reconocerlos de nuevo.
La chica a la que se le cayeron los libros por hablar por el móvil.
Sonreía al ver que había aprendido la lección metiéndolos en una mochila.
Aquel extravagante chaval que se atrevía a vivir con el cabello azul.
Sonreía al ver cómo se había decolorado para dar paso a un feo verde ceniza.
La mujer estresada que casi siempre corría para llegar al trabajo y que pocas veces lograba disimular las manchas de papilla que habitaban en sus arrugadas camisas.
Y entonces ya no sonreía al darse cuenta de que ella hacía todo lo imposible por no perder su trabajo, la había visto rogando con el movimiento de sus labios para llegar a tiempo.
La pareja que siempre sonreía pero que a la vez soltaba dagas por los ojos.
Le hacía gracia poder distinguir entre la gente falsa y los que de verdad eran felices. Adoraba ver gente enfadada paseando por la calle sin darse cuenta de que podían empujar con su hombro al amor de su vida y que por ir bufando no se daban cuenta de ello y le dejaban escapar, o más bien huir. Pero no los adoraba por su estupidez, los doraba porque eran capaces de aceptar que todo en la vida no era color de rosas aunque muy a su pesar, muchos de ellos tendían a exagerar y a crear de un grano de arena un castillo entero.

Tomás se burlaba de las estúpidas escenas que montaban las adolescentes en medio de la calle, reía cuando recordaba sus años de juventud. Suspiraba cuando en su mente aparecían momentos vividos con su esposa, no dejaba que ninguno de ellos se diluyera en su memoria. Y se enorgullecía creyendo que había sido capaz de escapar de la monotonía cuando en realidad lo único que hacía era caer más hondo en ella porque el azar y las coincidencias eran parte de ella. 

Ella y su realidad.

Hacía cosas que los demás no entendían. Esperaba a que el semáforo se pusiera en rojo para cruzar, jamás llevaba su reloj puesto en hora, sus calcetines rara vez conjuntaban el derecho con el izquierdo. A veces, y solo en contadas ocasiones, desayunaba por la mañana porque la mayoría de los días lo hacía por la noche, justificándose a sí misma que esa era una forma de disfrutarlo más.
Era incomprensible que se pasara el día sonriendo, invitando a los demás a hacer lo mismo. Exigiendo, incluso, que todo el mundo debía ser feliz aunque no tuviera motivos. Y que luego, al oscurecer, cuando ya no se podía ver más el sol y la luna se adueñaba de todo, sus comisuras descendieran sin más, los parpados a cada minuto se hacían más pesados al igual que la carga que portaba a su espalda.
Era insólito que viviera sola, con la única compañía de su gato siamés el cual era un chaquetero, un interesado que sólo aceptaba los mimos cuando necesitaba comer. Pero qué se puede esperar de un felino. Afirmaba día tras día, palabra por palabra, que tener compañía de otro ser humano era lo mejor que le podía pasar a una persona. Que lo más magnifico de la vida era compartir los momentos de ésta con alguien a quien aprecies. Sin embargo, ella vivía sus momentos, o simplemente los sobrevivía. Pasaban por delante de ella como un tren por la estación en la que no tiene parada. Y no tenía a nadie con quien repasar recuerdos, reírse de experiencias.
Decía, a quien pasaba por su lado, que estudiar era lo mejor que nos podía pasar. Aumentar nuestros conocimientos nos haría crecer como personas. Como gente sana y preparada para todo tipo de obstáculos. Pero ella se negaba, cuando traspasaba la puerta de su desolado apartamento, lo último que quería hacer era abrir un libro repleto de palabras técnicas, suspiraba, bufaba y blasfemaba. Mandaba al infierno a quien quiera que se le hubiera ocurrido la tremenda idea de escribir un libro sobre cosas que probablemente al siguiente año serían diferentes. Cosas que no nos ayudarían a sobrevivir si de un apocalipsis zombi se tratara. Estupideces que ella no las veía ni del derecho ni del revés. Pero aún así, a la mañana siguiente, volvía a llenar su mochila con todos esos libros que yacían esparcidos por el suelo del salón, como si fueran hojas en otoño, ponía su mejor sonrisa y se decía a sí misma que estaba dispuesta a decirle a los demás que estudiar era lo mejor que nos podía pasar.
Ella era una farsa. Era insolente consigo misma, en la calle era una persona completamente distinta, con principios diferentes a los que tenía cuando estaba entre sus cuatro paredes floreadas, con una actitud hacia la vida completamente contraria a cuando se encontraba rodeada por su gato, con palabras que a la noche se convertían en ofensas y que nadie era capaz de escuchar. Nadie excepto ella.
Ella, que creía que los demás eran iguales. Ella que se negaba a creer todas las sonrisas que recibía por la calle. Ella, que fingía no darse cuenta de las falsas oraciones dirigidas hacia los demás por gente que no guardaba dentro de sí mismos un ápice de bondad. Ella, totalmente abandonada a su suerte, aprendió por sí misma que el mundo está lleno de gente falsa pero que aún así nos creemos cualquier cosa que nos dicen. Sabía la reacción que tenían los inseguros ante las palabras de los demás, sabía que si alguien era capaz de auto-infligirse porque le habían dicho algo malo, también sabría salir adelante si alguien le apoyaba. Daba igual que fuera un desconocido, daba igual que no se volvieran a encontrar. Y por eso, ella, vivía todos los días para conseguir que los demás, que todos los transeúntes sin destino a los que se encontraba pudieran replantearse un par de cosas.
Soñaba cada noche que las frases falsas, estúpidas y bien preparadas delante del espejo, hicieran su trabajo, soñaba con que aquellas personas que le habían puesto mala cara al ver que se dirigía a ellos, habían hecho un cambio en sus miserables vidas para conseguir algo que sabían que querían pero no se atrevían a intentarlo. Suspiraba en lo más profundo de su ser porque cualquiera de ellos hubiera empezado a estudiar lo que tanto quiso alguna vez. Rezaba a ningún dios en concreto porque ellos supieran compartir los momentos que ella vivía en soledad. Imploraba porque ellos fueran felices aunque no tuvieran motivos, o incluso porque ella fuera el motivo.

Y después de todo, volvía a su realidad. Una en la que estaba rodeada por la nada, una en la que ni ella misma se creía sus falacias. 

Se cansó de la vida.

Arrasaba con todo, acampando a sus anchas, inundando su boca. Caminaba como si nada de viaje hacia sus pulmones y él no hacía absolutamente nada, aspiraba y seguía aspirando esperando a que el maldito tabaco que un día llegó a su vida acabara con ella lenta y dolorosamente. Había dejado de sentirse querido para odiar todo a su alrededor, había vivido demasiadas cosas en tan pocos años que se saturó. Prefería dejar de respirar a seguir intentándolo. Intentar llevar una vida normal, lejos de todos sus problemas, lejos de aquella adicción. Irse lo más lejos posible y, si tenía suerte, poder sonreír alguna vez. Aunque sólo fuera una, pero lo necesitaba. Empezaba a cogerle asco a las sonrisas falsas que veía por la calle y a las que él mismo forzaba. Odiaba la falsedad, la maldad que podía tener la gente en su interior y no se explicaba como las personas podían ser tan arrogantes, egoístas y manipuladoras.
Echaba de menos ser pequeño porque recordaba que entonces no se preocupaba por todas esas estupideces, vivía y se reía a carcajadas por nada. Encontraba el lado bueno de las cosas, no necesitaba huir de la oscuridad porque nunca había llegado a ella, desconocía el concepto soledad y, aunque en un momento de su vida le había parecido que era lo mejor del mundo, se dio cuenta de que no era así. Aunque fuera contradictorio también le repelía estar rodeado de gente porque entre todos ellos no encontraba a nadie que mereciera la pena.
Buscaba la fórmula perfecta, la persona adecuada, aquella que supiera cuando callar y exactamente qué decir. Aquella que no necesitara razón para estar a su lado, que sin contexto supiera lo que le pasaba, lo que le atormentaba y lo que vagaba por su mente.
Y ahí estaba el problema, en que lo imposible no existe y eso para él se alejaba de la realidad. Aún con millones de personas en el planeta estaba completamente seguro de que no existe nadie así, está seguro de que el puto invento de la media naranja es eso, un invento de la humanidad para que alguien se crea que la ha encontrado y se sienta mejor. Puros engaños de la sociedad para ella misma, mentiras que nos creemos porque no somos capaces de darnos cuenta de que todo es una mierda.
Pesimismo, otra cosa que le atormentaba. Ni siquiera se podría definir como bipolaridad lo que reinaba en él, era simple odio hacia todo, ni una pizca de aprecio, admiración o deseo. Habían pasado años desde que deseó una última cosa, pero dejó de hacerlo porque al igual que las promesas de los políticos, los deseos son algo que llega muy de vez en cuando, por no decir nunca.

La opresión de todos sobre él, la opresión de él mismo sobre sus sentimientos y sobre su estado. Ni aun estando fuera rodeado de la nada se sentía libre. La libertad era algo que paso por sus dedos como los granos de arena, se evaporó de su vida tan pronto como llegó, tan rápido que ni siquiera podría describir la sensación.