Hasta que no colocó sus gafas
graduadas sobre el puente de su nariz no dejó de verlo todo borroso. Cada día
se resistía más a sentir esa sensación de vértigo y mareo que sufría al olvidar
esas viejas y ralladas lentes.
Aún con sus manos temblorosas
consiguió verter la cantidad exacta de café que bebía cada mañana para
mantenerse despierta, o eso era lo que ella creía, porque después de tantos
años, extrañamente, había creado una cierta inmunidad hacia la cafeína.
Con su maletín sujeto con la
fuerza justa, salió por la puerta de aquella casa de paredes cuarteadas.
Continuamente pensaba en pintarlas de nuevo, e incluso se paseaba por las
tiendas preguntando por los colores disponibles. Pero sabía perfectamente que
aunque fuera capaz de demostrar cada día todos los teoremas que le propusieran,
no tenía, o más bien conservaba, ciertas habilidades que le permitieran
redecorar sin ayuda alguna su pequeño hogar.
Casada con su trabajo y profesión
desde que terminó la carrera, rara vez había disfrutado de la compañía de los
pocos amantes que había tenido a lo largo de su vida. Nadie era capaz de
aguantarla, y sus alumnos lo sospechaban, no daba la imagen de una mujer que
dedicaba parte de su tiempo para sus nietos. Cabía la posibilidad de que
tuviera sobrinos, pero se dudaba de su existencia. Ninguno de sus don Juanes
había llegado a comprender el amor y la estrecha relación que mantenía con su
trabajo. Parecían los terceros entre ella y los números. Llegaban incluso a
sentirse mal, a poder creer que ellos eran su aventura y que cuando ella
llegaba a casa descansaba rodeada de hojas llenas de letras y números colocadas
de tal manera que ningún mortal les encontraría sentido.
Con monotonía apartó el
retrovisor que le mostraba las marcas de la edad. Constantemente se repetía que
una arruga más o una cana no disminuirían sus capacidades matemáticas, sin
embargo tenía aquellos días vividos por todos los que se rodean de soledad, que
la hundían hasta lo más profundo del pozo permitiéndole escuchar el propio eco
de sus pensamientos. Repitiendo una y otra vez que los años acabarían con ella
y que la única compañía que tendría sería la de los amarillentos folios que la
esperaban en su despacho, testigos de sus caídas y logros. Conscientes en sí
mismos de que eran su único apoyo por muy triste que sonase.
Y, rodeada constantemente de
personas, palpaba la agonía y vivía la rivalidad estúpida entre investigadores,
ahogados en una competición interminable que acababa con sus vidas.
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