Allí, encima de esa especie de
ring improvisado, luchaba por su vida. O más bien, luchaba por terminar con la
de su contrincante, quien, agazapado en el suelo, intentaba taparse sus partes
más sensibles cómo le era posible. Nadie entendía como alguien era capaz de
luchar en su contra y estábamos seguros de que si él salía vivo esa noche, no
volvería a cometer la misma estupidez. Descargaba toda su ira sobre el cuerpo inmóvil
del que alguna vez en su vida había pensado que ponerse de nombre artístico “el
invencible” sería buena idea. Sus puños aterrizaban sin piedad desgarrando todo
a su paso, el sudor caía de su frente llegando siquiera a inmutarle. Las vendas
que llevaba en las manos para proteger sus nudillos estaban teñidas de sangre,
pero no era suya. Entre las personas que se encontraban en primera fila para
disfrutar del macabro espectáculo, se encontraba una chica rubia que se veía a
la legua que no encajaba en ese lugar. Me fijé nada más llegar en ella, las
ondulaciones de su cabello decían que pasaba más tiempo del debido arreglándose
para acabar la noche en un tugurio como aquel. Sus ojos miraban apenados la
escena. En sus gestos se podían leer la curiosidad y el terror hacia la que en
ese momento se estaba coronando la reina de la noche. El pobre “invencible”
sobreviviría a duras penas para poder decir que fue derrotado por “la dama
gris”, una joven que gracias a su técnica infalible logra tumbarles a todos a
los tres golpes de empezar la pelea, a no ser que quiera dar espectáculo, en
ese caso a los cuatro la espalda de su contrincante ya está besando el suelo
del ring. Nadie allí sabía su nombre, se movía entre las sombras y nunca te la
podías encontrar por la calle. Era puro misterio para todos menos para la rubia
en la que tenía sus ojos clavados. La cara de la dama gris se desencajó en
cuanto la localizó en el lugar, sus ojos se tornaron oscuros, sus puños
volvieron a cerrarse y la sonrisa desapareció de su rostro tan pronto como la
rubia del local. Bajó de allí tan rápido como pudo y aunque el árbitro o lo que
fuera aquel joven musculado no había terminado de dar su discurso, nadie dijo
nada sobre el comportamiento de la dama. Dejaron que se fuera, ninguno vio a
donde iba ni a quien seguía, pero yo sí que había visto que iba tras ella.
Cuando la noche llegó a su fin y
ya no tenía que hacer nada más allí, salí del local para buscar la moto que
había dejado dos calles más allá. Los gritos que se escuchaban en un parque
cercano me llamaron la atención y me acerqué intentando pasar desapercibido.
Era ella, la dama gris, discutiendo con la rubia. La morena se encontraba de
espaldas, pero podía reconocer la ropa que llevaba minutos atrás y su figura,
inconfundible con la de todas las mujeres con las que había estado hasta
entonces pero igual o más atractiva. Los pantalones negros que llevaba colgaban
de su cintura acabando a mitad de los muslos, su top rosa se ajustaba a su
torso y las deportivas grises dejaban a la vista sus finos tobillos. Ya no
llevaba el pelo sujeto en una trenza, se movía de lado a lado creando el caos
entre sus ondulaciones. La rubia en cambio vestía con unos vaqueros ajustados y
una camiseta lo suficientemente ancha como para saber que no era su estilo.
*
Seguí a Zenda en cuanto la vi
salir del local. Le había dicho miles de veces que no viniera a verme pelear,
si por mi fuera ni siquiera sabría que vengo aquí todos los fines de semana,
pero los rumores se extendieron demasiado y
hasta ella dudaba de mí. No me quedó otro remedio que contárselo todo y
atenerme a las consecuencias, pero me oponía que viniera a estos sitios llenos
de hombres hormonados que no tienen dos dedos de frente. Sí, yo luchaba contra
ellos, pero ganaba siempre y estaba claro que sabía defenderme sola. Pero Zenda
no, ella es delicada y tiene una vida lo suficientemente buena como para no
tener que aparecer por allí. Aunque claro, también es muy cabezona, de esas que
se salen siempre con la suya y yo ya pedía demasiado después de dos meses sin
aparecer en mi mundo. No sé por qué me llegué a creer que dejaría de atosigarme
con que me acompañara, no paraba de decirme que quería verlo con sus propios
ojos. Aunque estaba bastante segura de que a partir de entonces no querría
verlo más, cuando sentí sus ojos sobre mí la miré directamente y pude ver lo
que era el miedo en una persona querida. Venir a verme destrozar a un tipo casi
el doble de grande que yo no fue buena idea y sabía que aquello cambiaría mucho
su manera de ver las cosas.
- ¡Zenda, espera! -Agarré su
brazo con toda la delicadeza que me fue posible mostrar. No quería que siguiera
huyendo de lo que era inevitable.
Mi amiga se giró bruscamente
haciendo que el pelo azotara su rostro, pero ni siquiera se inmutó. Ya no era
miedo lo que inundaba sus pupilas, desprendía ira por todos los poros de su
piel, me quemó la palma de la mano de verla así.
- Ahora entiendo por qué no
querías que viniera. ¡Eres un monstruo, Jodie! -Aun sin creerme lo que acababa
de decir observé como frotaba su cara con sus manos y suspiraba, o más bien
hipaba. Iba a llorar, o tal vez a explotar. -No me puedo creer que hayas hecho
eso. No he visto ni una pizca de compasión en ti cuando ese tipo estaba en el
suelo desangrándose. ¿Qué clase de persona es capaz de hacer eso? No te
conozco, tú no eres mi amiga. Todo, absolutamente todo ha sido una mentira.
Quise secarle las lágrimas que
corrían por sus mejillas pero ella fue más rápida, se apartó de mi tacto y se
lo hizo ella misma. Me miró apenada y dolida. Quería entenderla, pero no lo
conseguía.
- Zenda, no... Yo no... Te dije
que no vinieras, ¡joder! -Mis ganas de mirar al cielo se esfumaron cuando
apareció en mi mente la idea de que si la perdía de vista, la perdería para
siempre. Clavé mi mirada en la suya esperando a que dijera algo más porque yo
era incapaz de continuar, no sabía por dónde empezar.
- ¡Y no tenía que haber venido!
Dios... En qué momento le haría caso a Evan. -Susurró, sabía que ella no quería
que lo escuchara pero lo hice, y mi sangre hirvió en el instante en el que
escuché el nombre.
- No me puedo creer que el
gilipollas de tu novio te haya hecho venir hasta aquí, a saber la de mierda que
te ha metido en la cabeza. Te dije que no me gustaba y ni siquiera me hiciste
caso.
- Eres tú la que se pelea con
esos nombres, y déjame decirte que algún día no serás tú la que levante el puño
y se proclame ganadora. -Espetó.
- ¡Ni siquiera te ha acompañado!
¡Mierda, Zenda! ¿Y si te hubiera pasado algo, qué? Lo peor de todo es que me
echarían a mí la culpa y yo me sentiría culpable porque tú por cabezona le
haces más caso a ese que a mí. A ver si va a ser el próximo que se tenga que ir
al hospital con la mandíbula rota.
- No le vas a tocar, Jodie.
-Susurró con miedo. -Además, él no sabe que he venido.
- Ah, eso si no te ha puesto un
chip localizador porque yo de ese ya me lo espero todo.
- Bueno, pues si me secuestran
podréis encontrarme antes.
- Si no te secuestra él date con
un canto en los dientes. Y no me jodas, Zenda. Te manipula como le da la gana,
ya está bien. Hazte valer que ya es hora de que te aprecien.
- ¿Ah, sí? ¿Tanto como me
aprecias tú? No me dijiste nada de esto hasta que me enteré por otras personas
y ya no lo podías esconder más. He venido por mi cuenta para ver como mi mejor
amiga destrozaba a un tipo sin remordimientos ni escrúpulos. Eh, Jodie, ¿así es
como me tiene que apreciar la gente?
- ¡Basta! Nunca tuviste que
aparecer aquí, vete a casa, Zenda. Llamaré al gilipollas de Evan para que te
lleve.
- Puedo llegar sola, no necesito
un guarda espaldas.
- Te equivocas. Si no te lleva él
lo haré yo. -Palpé mis caderas para darme cuenta de que no llevaba mi móvil,
había bajado del ring lo más rápido que pude dejándome todo en el almacén. -No
tengo mi móvil, llámalo tú.
Chasqueó la lengua mirándome con
asco y sacó su móvil del borde de su bota.
- No me mires así, Zenda. -Le
ordené, cansada de que me despreciara con su mirada. Sus ojos me analizaron,
desde mis cejas fruncidas hasta mis puños tensos.
- ¿Evan? Necesito que vengas a
buscarme... Sí... Me da igual... Sí, puedo esperar...
Le arrebaté el aparato de la mano
y lo puse sobre mi oreja.
- Escucha, gusano. Vas a venir a
buscar a Zenda porque después de comerle la cabeza como lo has hecho lo menos
que puedes hacer es pasar a buscarla. Y haz el favor de meterte en tus asuntos
o acabarás mal, es sólo un aviso. Pero supongo que sabes que sería capaz de
llevar a cabo todas mis amenazas. En cinco minutos te quiero en la esquina de
la Carlos con la Madrid.
Colgué el teléfono sin darle
oportunidad a responder, no aguantaría escuchar su voz, no en esos momentos y
con la furia corriendo por mis venas.
- Acompáñame dentro, cogeré mis
cosas y te acompañaré hasta que aparezca el inepto de tu novio.
- ¿Y tú como vuelves a casa?
-Pronunció con la cabeza gacha.
- ¿Y a ti quién te ha dicho que
voy a volver a casa?
Sabía que no tenía que tratarla
así, era mi mejor amiga y había estado para mí a las duras y las maduras, pero
no podía más. Era incapaz de creer que ella sola había aparecido en el local
para verme pelear. No fui consciente de que estaba allí hasta el final, y no me
arrepiento porque si la hubiera visto al subir la que tendría la nariz rota
sería yo.
- ¿Te doy tus ganancias, Dama?
- Ahora no, Eric. -Aparté a Zenda
de su vista escondiéndola tras de mí, lo que fue un poco estúpido ya que ella
es más alta que yo.
- Hola, preciosa. -Mi compañero
le sonrió a la rubia y lo único que recibió fueron miradas, una de asco de
parte de Zenda y una asesina por la mía.
- He dicho que ahora no, Eric.
- Está bien, está bien. -Levantó
las manos y se apartó de mi camino.
Cuando ya había recogido todo y
me había cambiado de ropa por unos vaqueros y una sudadera, salí del local y le
dije a Zenda que esperara unos segundos mientras yo cogía algo más.
Busqué a Eric entre las pocas
personas que quedaban por allí y me acerqué hasta poder tocar su hombro. Cuando
se giró pude apreciar la curiosidad en sus ojos azules, buscaban algo a mis
espaldas.
- No la busques, me está
esperando en la puerta. Dame lo mío que me tengo que ir ya.
- ¿Tienes que llevar a tu novia a
casa? -Preguntó con sorna.
- Sabes perfectamente que no soy
lesbiana, y si lo fuera no es tu asunto. Dame lo que me debas, Eric.
- Vale, vale. Hay que ver lo
borde que te deja la rubia esa. O igual es que estas falta de un polvo, te
podría ayudar con eso, ¿no crees?
- Joder, Eric, no pillas una.
Dámelo y ya, no me apetece escuchar tus gilipolleces.
- Aun encima que me ofrezco.
-Rebuscó en sus bolsillos y sacó un sobre lleno de billetes para entregarme.-
Toma, no ha sido la mejor noche, pero algo es algo.
- Gracias, me voy ya, que igual
se me escapa. -Me despedí con un pico a lo que él me sonrió y volvió a darse la
vuelta para seguir hablando con los demás.
Salimos en silencio y nos
dirigimos hacia donde le había dicho a Evan que fuera. Realmente esperaba que
no se retrasara ni un minuto o se quedaría sin descendencia. Sujeté mi mochila
con la ropa y el dinero a mi costado, abrazándome a mí misma. Era tarde y la
temperatura no era precisamente alta.
- ¿Cuánto ganas por noche?
-Preguntó sin apartar la vista del camino.
La observé, con el pelo recogido
detrás de su oreja llena de pendientes, su mano derecha frotaba el brazo
izquierdo intentando calentarse, las botas a cada paso más desabrochadas y el
maquillaje terriblemente conservado por las lágrimas.
- Lo suficiente y necesario. No
es todos los días igual.
- ¿Qué se siente...? ¿Qué sientes
al dejar a alguien en ese estado? -Entonces sí que me miró, sus ojos verdes me
quemaban, llegaban a traspasar mi piel.
- Sientes que puedes con todo,
que nadie podría hacer que te derrumbes, sientes miedo, tristeza y... No lo sé,
Zenda, yo no soy de esas que saben expresar sus sentimientos.
- ¿Miedo? -Musitó.
- Miedo de ti misma, lo que has
sentido tú lo he llegado a sentir yo, Zenda. Cuando empiezas no te reconoces,
pero a la vez es una manera de alejarte de todo y olvidarte de los problemas
por unos momentos. Sentirte la reina de la noche.
- ¿Por qué la Dama Gris? -Evitó
comentar acerca de lo que acababa de decir, ni siquiera se interesó por esos
problemas de los que yo no le había hablado.
- Porque la vida no es blanca ni
negra, y yo soy una dama. -Se creó un silencio entre las dos, uno que con ella
nunca había experimentado. Me sentía incómoda a su lado sin decir nada.
-Mañana... ¿Mañana quedamos?
- No lo sé, Jodie. Necesito
tiempo...
- Ya, entiendo. -Bufé pensando en
que el tiempo que no estuviera conmigo lo perdería con el gilipollas que en
esos momentos atravesaba la calle para llegar hasta nosotras.- Cuídate, ¿sí?
Sonrió y besó mi frente antes de
subirse al Jeep y desaparecer en la noche. Sabía a que sabía aquella sonrisa y
ese beso, no era un hablaremos. Era un adiós.
La perdí, Zenda desapareció de mi
vida aquel 4 de noviembre y yo jamás me lo perdonaría.