martes, 12 de enero de 2016

Y ahora recuerdo que nunca me desperté.

Estirando mi brazo sobre el colchón sentí lo que faltaba, se sentía vacío y frío. Cerré los ojos profundamente hasta que la puerta de nuestra habitación se abrió, dejándome ver al ser más hermoso que sus padres pudieron haber creado. Pasó una pierna sobre mi cintura y se sentó a horcajadas.
- Buenos días. -Ronroneó a centímetros de mis labios.
No sabía cómo pero a cada día que pasaba la tenía más metida bajo mi piel. Por ella había dejado todo lo malo que en un pasado me rodeaba, dejé de buscar la diversión en el alcohol para encontrarla junto a ella en el sillón. Nunca, jamás, habría pensado que aquella pobre chica que se presentó en la puerta de mi casa, calada hasta los huesos, buscando un techo para no morir de hipotermia, llegaría a ser alguien a quien poder llamar el amor de mi vida. Me había enseñado tantas cosas que me sentía en deuda, necesitaría dos vidas más para darle todo lo que ella me había entregado por ser yo; o eso decía ella siempre que le preguntaba.
Esas cosas no se preguntan. No lo pienso, Hugo, lo hago y punto.
Ella siempre sabía qué decir y cuando tenía que callarse. Amé cada segundo que pasé observándola leer sus libros de misterio, cómo se frustraba ella sola intentando averiguar quién era el asesino, contándome sus hipótesis hasta las tres de la mañana; y yo, como un tonto enamorado, si hacía falta me quedaba despierto hasta las cinco.
- Te he hecho el desayuno. -Sus labios se juntaron con los míos en un toque sutil.
No era suficiente, nunca lo era. Elevé mis brazos hasta su espalda para que se acomodara en mi pecho y poder profundizar más en ese saludo mañanero.
- ¿Ah, sí? -Pregunté entre beso y beso, abriendo los ojos para admirarla un poquito más, si es que eso era posible.
- Aham... -Sonrió sobre mis labios y en un rápido movimiento, con sus caderas sujetadas por mis manos, la giré hacia la derecha para ser yo el que estuviera encima.
- Entonces tendré que probarlo.
Hice un amago de darle otro beso, pero antes de que eso pasara, yo ya estaba corriendo hacia la cocina mientras escuchaba sus quejas desde el colchón.
La esperé con una sonrisa en mi rostro, sentado sobre uno de los taburetes que acompañaban la barra americana de mi apartamento. Tenía que admitir, que el origen de mi piso no era muy legal, pero mientras tuviera un techo bajo el que vivir, no encontraba el problema.
- La próxima vez que me hagas eso me iré. No sé... Tal vez a las Maldivas... No, eso es muy caro. -Se acercó a mi despacio.- Igual me voy a Francia, o a Milán.
Después de tantas veces escuchando lo mismo, me había acostumbrado a que me dijera que se iba a ir. Al principio yo lo tenía asumido, es decir, había aparecido en mi puerta con una mochila casi más grande que ella, llena de cosas. Ni siquiera tenía casa, le gustaba viajar y lo hacía. A su manera. Nunca hablaba de su familia, no sabía si tenía una. Jamás mencionó una madre o un padre, y mucho menos una tía o algún hermano. Estaba tan metido en mi mundo, tan drogado con su presencia que ni le pregunté, prefería no presionar y alejarme de esos temas. El miedo era constante en mi sistema, me aterraba perderla porque me había acostumbrado a tenerla día y noche, a sentirla y poder reconocer su perfume a metros de distancia, cuando se trataba de Joy era como un perro. Celoso, sí, pero intentaba disimularlo cuanto podía porque sabía que a ella no le gustaba. Según mis amigos, los que me quedaban, yo me había perdido, dejando atrás todo lo que a ellos les gustaba pero a mí empezaba a darme asco. Llegué a entender que no necesitaba emborracharme como mínimo una vez a la semana para ser persona.
Dejé el egocentrismo de lado, de mirarme en el espejo para mirarla a ella. Su pelo de colores intensificaba los rasgos de su cara, dividida por esa nariz estrecha y respingona que ella tanto odiaba y que a mí tanto me gustaba; sus labios, totalmente apetecibles que me tentaban a todas horas, ni siquiera era capaz de tener una conversación decente cuando ella pasaba su lengua sobre estos. Me miraba divertida y achicaba los ojos cuando se daba cuenta de que no la estaba escuchando, escrutándome tras esas pestañas con sus pupilas totalmente verdes. Al principio pensé que utilizaba lentillas, eran los ojos más verdes que había visto nunca y me encantaban como ningún otro. Aunque claro, igual eso tenía que ver con su dueña.
Pasamos la mañana en el salón, ella intentando descifrar uno de sus libros y yo... Yo mientras intentaba descifrarla a ella y a su sonrisa que aparecía cuando sus ojos se posaban en mí y me pillaba mirándola.
La portada de ese libro, con la Fontana di Trevi estampada en él, me dieron una idea, o más bien ganas de comer pasta y pizza.
La invitaría a comer y estaba completamente seguro de que no se resistiría a una propuesta como aquella. Sabía a la perfección cuál era su restaurante italiano favorito. Mas no terminaba de aclararme si era por la comida o por la decoración de este, con fotos de las viñas típicas de la toscana colgadas de las paredes y sillas y mesas de madera, manteles a cuadros rojos y blancos, sin olvidarnos de los camareros que o eran italianos o imitaban el acento a la perfección. Más de uno había sufrido las miradas asesinas que les dedicaba cuando Joy estaba ensimismada con la carta.
Cogió las llaves del apartamento antes de darme un beso y salir por la puerta.

Me limité a encoger el brazo, no quería sentir ni ese frío ni el vacío. Habían pasado dos semanas desde que ella y su gran mochila desaparecieran de mi piso y de mi vida. Catorce días en los que los recuerdos no habían dejado de aparecer por mi mente, seguía alucinando con su presencia, había dejado de comer porque un día en un vago intento de hacerme algo, terminé rompiendo todos y cada uno de los platos de mi cocina al ver los espaguetis, al acordarme de ella. De sus desayunos, de sus sonrisas y de todas las putas veces que me dijo que se iría. 

Su dama.

Allí, encima de esa especie de ring improvisado, luchaba por su vida. O más bien, luchaba por terminar con la de su contrincante, quien, agazapado en el suelo, intentaba taparse sus partes más sensibles cómo le era posible. Nadie entendía como alguien era capaz de luchar en su contra y estábamos seguros de que si él salía vivo esa noche, no volvería a cometer la misma estupidez. Descargaba toda su ira sobre el cuerpo inmóvil del que alguna vez en su vida había pensado que ponerse de nombre artístico “el invencible” sería buena idea. Sus puños aterrizaban sin piedad desgarrando todo a su paso, el sudor caía de su frente llegando siquiera a inmutarle. Las vendas que llevaba en las manos para proteger sus nudillos estaban teñidas de sangre, pero no era suya. Entre las personas que se encontraban en primera fila para disfrutar del macabro espectáculo, se encontraba una chica rubia que se veía a la legua que no encajaba en ese lugar. Me fijé nada más llegar en ella, las ondulaciones de su cabello decían que pasaba más tiempo del debido arreglándose para acabar la noche en un tugurio como aquel. Sus ojos miraban apenados la escena. En sus gestos se podían leer la curiosidad y el terror hacia la que en ese momento se estaba coronando la reina de la noche. El pobre “invencible” sobreviviría a duras penas para poder decir que fue derrotado por “la dama gris”, una joven que gracias a su técnica infalible logra tumbarles a todos a los tres golpes de empezar la pelea, a no ser que quiera dar espectáculo, en ese caso a los cuatro la espalda de su contrincante ya está besando el suelo del ring. Nadie allí sabía su nombre, se movía entre las sombras y nunca te la podías encontrar por la calle. Era puro misterio para todos menos para la rubia en la que tenía sus ojos clavados. La cara de la dama gris se desencajó en cuanto la localizó en el lugar, sus ojos se tornaron oscuros, sus puños volvieron a cerrarse y la sonrisa desapareció de su rostro tan pronto como la rubia del local. Bajó de allí tan rápido como pudo y aunque el árbitro o lo que fuera aquel joven musculado no había terminado de dar su discurso, nadie dijo nada sobre el comportamiento de la dama. Dejaron que se fuera, ninguno vio a donde iba ni a quien seguía, pero yo sí que había visto que iba tras ella.
Cuando la noche llegó a su fin y ya no tenía que hacer nada más allí, salí del local para buscar la moto que había dejado dos calles más allá. Los gritos que se escuchaban en un parque cercano me llamaron la atención y me acerqué intentando pasar desapercibido. Era ella, la dama gris, discutiendo con la rubia. La morena se encontraba de espaldas, pero podía reconocer la ropa que llevaba minutos atrás y su figura, inconfundible con la de todas las mujeres con las que había estado hasta entonces pero igual o más atractiva. Los pantalones negros que llevaba colgaban de su cintura acabando a mitad de los muslos, su top rosa se ajustaba a su torso y las deportivas grises dejaban a la vista sus finos tobillos. Ya no llevaba el pelo sujeto en una trenza, se movía de lado a lado creando el caos entre sus ondulaciones. La rubia en cambio vestía con unos vaqueros ajustados y una camiseta lo suficientemente ancha como para saber que no era su estilo.
*
Seguí a Zenda en cuanto la vi salir del local. Le había dicho miles de veces que no viniera a verme pelear, si por mi fuera ni siquiera sabría que vengo aquí todos los fines de semana, pero los rumores se extendieron demasiado y  hasta ella dudaba de mí. No me quedó otro remedio que contárselo todo y atenerme a las consecuencias, pero me oponía que viniera a estos sitios llenos de hombres hormonados que no tienen dos dedos de frente. Sí, yo luchaba contra ellos, pero ganaba siempre y estaba claro que sabía defenderme sola. Pero Zenda no, ella es delicada y tiene una vida lo suficientemente buena como para no tener que aparecer por allí. Aunque claro, también es muy cabezona, de esas que se salen siempre con la suya y yo ya pedía demasiado después de dos meses sin aparecer en mi mundo. No sé por qué me llegué a creer que dejaría de atosigarme con que me acompañara, no paraba de decirme que quería verlo con sus propios ojos. Aunque estaba bastante segura de que a partir de entonces no querría verlo más, cuando sentí sus ojos sobre mí la miré directamente y pude ver lo que era el miedo en una persona querida. Venir a verme destrozar a un tipo casi el doble de grande que yo no fue buena idea y sabía que aquello cambiaría mucho su manera de ver las cosas.
- ¡Zenda, espera! -Agarré su brazo con toda la delicadeza que me fue posible mostrar. No quería que siguiera huyendo de lo que era inevitable.
Mi amiga se giró bruscamente haciendo que el pelo azotara su rostro, pero ni siquiera se inmutó. Ya no era miedo lo que inundaba sus pupilas, desprendía ira por todos los poros de su piel, me quemó la palma de la mano de verla así.
- Ahora entiendo por qué no querías que viniera. ¡Eres un monstruo, Jodie! -Aun sin creerme lo que acababa de decir observé como frotaba su cara con sus manos y suspiraba, o más bien hipaba. Iba a llorar, o tal vez a explotar. -No me puedo creer que hayas hecho eso. No he visto ni una pizca de compasión en ti cuando ese tipo estaba en el suelo desangrándose. ¿Qué clase de persona es capaz de hacer eso? No te conozco, tú no eres mi amiga. Todo, absolutamente todo ha sido una mentira.
Quise secarle las lágrimas que corrían por sus mejillas pero ella fue más rápida, se apartó de mi tacto y se lo hizo ella misma. Me miró apenada y dolida. Quería entenderla, pero no lo conseguía.
- Zenda, no... Yo no... Te dije que no vinieras, ¡joder! -Mis ganas de mirar al cielo se esfumaron cuando apareció en mi mente la idea de que si la perdía de vista, la perdería para siempre. Clavé mi mirada en la suya esperando a que dijera algo más porque yo era incapaz de continuar, no sabía por dónde empezar.
- ¡Y no tenía que haber venido! Dios... En qué momento le haría caso a Evan. -Susurró, sabía que ella no quería que lo escuchara pero lo hice, y mi sangre hirvió en el instante en el que escuché el nombre.
- No me puedo creer que el gilipollas de tu novio te haya hecho venir hasta aquí, a saber la de mierda que te ha metido en la cabeza. Te dije que no me gustaba y ni siquiera me hiciste caso.
- Eres tú la que se pelea con esos nombres, y déjame decirte que algún día no serás tú la que levante el puño y se proclame ganadora. -Espetó.
- ¡Ni siquiera te ha acompañado! ¡Mierda, Zenda! ¿Y si te hubiera pasado algo, qué? Lo peor de todo es que me echarían a mí la culpa y yo me sentiría culpable porque tú por cabezona le haces más caso a ese que a mí. A ver si va a ser el próximo que se tenga que ir al hospital con la mandíbula rota.
- No le vas a tocar, Jodie. -Susurró con miedo. -Además, él no sabe que he venido.
- Ah, eso si no te ha puesto un chip localizador porque yo de ese ya me lo espero todo.
- Bueno, pues si me secuestran podréis encontrarme antes.
- Si no te secuestra él date con un canto en los dientes. Y no me jodas, Zenda. Te manipula como le da la gana, ya está bien. Hazte valer que ya es hora de que te aprecien.
- ¿Ah, sí? ¿Tanto como me aprecias tú? No me dijiste nada de esto hasta que me enteré por otras personas y ya no lo podías esconder más. He venido por mi cuenta para ver como mi mejor amiga destrozaba a un tipo sin remordimientos ni escrúpulos. Eh, Jodie, ¿así es como me tiene que apreciar la gente?
- ¡Basta! Nunca tuviste que aparecer aquí, vete a casa, Zenda. Llamaré al gilipollas de Evan para que te lleve.
- Puedo llegar sola, no necesito un guarda espaldas.
- Te equivocas. Si no te lleva él lo haré yo. -Palpé mis caderas para darme cuenta de que no llevaba mi móvil, había bajado del ring lo más rápido que pude dejándome todo en el almacén. -No tengo mi móvil, llámalo tú.
Chasqueó la lengua mirándome con asco y sacó su móvil del borde de su bota.
- No me mires así, Zenda. -Le ordené, cansada de que me despreciara con su mirada. Sus ojos me analizaron, desde mis cejas fruncidas hasta mis puños tensos.
- ¿Evan? Necesito que vengas a buscarme... Sí... Me da igual... Sí, puedo esperar...
Le arrebaté el aparato de la mano y lo puse sobre mi oreja.
- Escucha, gusano. Vas a venir a buscar a Zenda porque después de comerle la cabeza como lo has hecho lo menos que puedes hacer es pasar a buscarla. Y haz el favor de meterte en tus asuntos o acabarás mal, es sólo un aviso. Pero supongo que sabes que sería capaz de llevar a cabo todas mis amenazas. En cinco minutos te quiero en la esquina de la Carlos con la Madrid.
Colgué el teléfono sin darle oportunidad a responder, no aguantaría escuchar su voz, no en esos momentos y con la furia corriendo por mis venas.
- Acompáñame dentro, cogeré mis cosas y te acompañaré hasta que aparezca el inepto de tu novio.
- ¿Y tú como vuelves a casa? -Pronunció con la cabeza gacha.
- ¿Y a ti quién te ha dicho que voy a volver a casa?
Sabía que no tenía que tratarla así, era mi mejor amiga y había estado para mí a las duras y las maduras, pero no podía más. Era incapaz de creer que ella sola había aparecido en el local para verme pelear. No fui consciente de que estaba allí hasta el final, y no me arrepiento porque si la hubiera visto al subir la que tendría la nariz rota sería yo.
- ¿Te doy tus ganancias, Dama?
- Ahora no, Eric. -Aparté a Zenda de su vista escondiéndola tras de mí, lo que fue un poco estúpido ya que ella es más alta que yo.
- Hola, preciosa. -Mi compañero le sonrió a la rubia y lo único que recibió fueron miradas, una de asco de parte de Zenda y una asesina por la mía.
- He dicho que ahora no, Eric.
- Está bien, está bien. -Levantó las manos y se apartó de mi camino.
Cuando ya había recogido todo y me había cambiado de ropa por unos vaqueros y una sudadera, salí del local y le dije a Zenda que esperara unos segundos mientras yo cogía algo más.
Busqué a Eric entre las pocas personas que quedaban por allí y me acerqué hasta poder tocar su hombro. Cuando se giró pude apreciar la curiosidad en sus ojos azules, buscaban algo a mis espaldas.
- No la busques, me está esperando en la puerta. Dame lo mío que me tengo que ir ya.
- ¿Tienes que llevar a tu novia a casa? -Preguntó con sorna.
- Sabes perfectamente que no soy lesbiana, y si lo fuera no es tu asunto. Dame lo que me debas, Eric.
- Vale, vale. Hay que ver lo borde que te deja la rubia esa. O igual es que estas falta de un polvo, te podría ayudar con eso, ¿no crees?
- Joder, Eric, no pillas una. Dámelo y ya, no me apetece escuchar tus gilipolleces.
- Aun encima que me ofrezco. -Rebuscó en sus bolsillos y sacó un sobre lleno de billetes para entregarme.- Toma, no ha sido la mejor noche, pero algo es algo.
- Gracias, me voy ya, que igual se me escapa. -Me despedí con un pico a lo que él me sonrió y volvió a darse la vuelta para seguir hablando con los demás.
Salimos en silencio y nos dirigimos hacia donde le había dicho a Evan que fuera. Realmente esperaba que no se retrasara ni un minuto o se quedaría sin descendencia. Sujeté mi mochila con la ropa y el dinero a mi costado, abrazándome a mí misma. Era tarde y la temperatura no era precisamente alta.
- ¿Cuánto ganas por noche? -Preguntó sin apartar la vista del camino.
La observé, con el pelo recogido detrás de su oreja llena de pendientes, su mano derecha frotaba el brazo izquierdo intentando calentarse, las botas a cada paso más desabrochadas y el maquillaje terriblemente conservado por las lágrimas.
- Lo suficiente y necesario. No es todos los días igual.
- ¿Qué se siente...? ¿Qué sientes al dejar a alguien en ese estado? -Entonces sí que me miró, sus ojos verdes me quemaban, llegaban a traspasar mi piel.
- Sientes que puedes con todo, que nadie podría hacer que te derrumbes, sientes miedo, tristeza y... No lo sé, Zenda, yo no soy de esas que saben expresar sus sentimientos.
- ¿Miedo? -Musitó.
- Miedo de ti misma, lo que has sentido tú lo he llegado a sentir yo, Zenda. Cuando empiezas no te reconoces, pero a la vez es una manera de alejarte de todo y olvidarte de los problemas por unos momentos. Sentirte la reina de la noche.
- ¿Por qué la Dama Gris? -Evitó comentar acerca de lo que acababa de decir, ni siquiera se interesó por esos problemas de los que yo no le había hablado.
- Porque la vida no es blanca ni negra, y yo soy una dama. -Se creó un silencio entre las dos, uno que con ella nunca había experimentado. Me sentía incómoda a su lado sin decir nada. -Mañana... ¿Mañana quedamos?
- No lo sé, Jodie. Necesito tiempo...
- Ya, entiendo. -Bufé pensando en que el tiempo que no estuviera conmigo lo perdería con el gilipollas que en esos momentos atravesaba la calle para llegar hasta nosotras.- Cuídate, ¿sí?
Sonrió y besó mi frente antes de subirse al Jeep y desaparecer en la noche. Sabía a que sabía aquella sonrisa y ese beso, no era un hablaremos. Era un adiós.

La perdí, Zenda desapareció de mi vida aquel 4 de noviembre y yo jamás me lo perdonaría. 

Naomi & Liv.

Me gustó desde que la vi andando por el campus, de la mano de ese rubio al que le prestaba tan poca atención pero del que no se despegaba ni un maldito segundo. Deduje que no eran los hombres los que le atraían por la forma que tuvo de sonrojarse cuando aquella pelirroja se acercó a devolverle lo que se le había caído. Se veía tan adorable con su suéter rosa que me dieron ganas de abrazarla y achucharla hasta cansarme.
Nunca antes la había visto por allí, pero desde ese día me la cruzaba por todas partes. Varias veces coincidimos en reprografía, amaba su forma de mirarme disimuladamente por el rabillo del ojo. Recuerdo que a veces le dedicaba una sonrisa lobuna para ver cómo reaccionaba y siempre me quedaba con las ganas de ver esas mejillas en tonos rosas más tiempo antes de que ella se tapara el rostro con su melena rubia. El día que vi sus ojos de cerca me fascinaron, me quedé sin palabras y me faltó el pelo de un calvo para empezar a babear. Por suerte, a mi lado se encontraba mi mejor amigo y él sí que supo cómo iniciar una conversación para que yo saliera de mi profundo trance y dejara de ahogarme en esos ojos azul océano. Aquello fue solo una conversación de cinco minutos en la que yo no fui capaz de abrir la boca para decir nada, notaba como su voz acariciaba cada centímetro de mi ser y me quedé totalmente en blanco, pero fui demasiado descarada como para utilizar ese momento como escusa para saludarla cada vez que la veía.
Aprendí a relajarme, a calmar mis hormonas y cuando esperaba para que me dieran mis fotocopias me atreví a hablar con ella. Estaba tremendamente orgullosa de que fuera a mí a quien se dirigía, amé cada segundo de atención que obtuve de ella y me supo a poco. Necesitaba más, no estaba dispuesta a que aquello se acabara con un simple "Sí, bueno... Hasta luego" que claramente no significaba mucho.
Conseguí mover los suficientes hilos como para que el manipulable de Josh montara una fiesta universitaria e invitara a las suficientes personas como para que nadie sospechara. Obligué a Luke, mi mejor amigo, a que fuera a decírselo a ella para que apareciera en la fiesta. Era un plan perfecto, yo me la encontraría por casualidad y de ahí surgiría una bonita amistad que terminaría en algo más bonito todavía. Pero algo salió mal, apareció de la mano del rubio que siempre la acompañaba, en ningún momento se me pasó por la cabeza que aquello pudiera ocurrir. Yo podría enfrentarme a hablar con ella a solas, pero no con los dos. Así que tuve que agilizar un poco las cosas; en cuanto vi que él se alejaba un poco la sujeté de la muñeca y, con toda la delicadeza que me vi capaz de mostrar, la arrastré hasta la habitación más cercana.
Su mirada cambió del horror a la confusión y finalmente se sonrojó al notar lo cerca que nos encontrábamos. Podía sentir su acelerada respiración, veía como su pecho subía y bajaba. Me sentía plena al ver que no apartaba sus ojos de los míos y quise besarla. Quise probar sus labios hasta que saliera el sol, o tal vez más. Quería abrazarla, acariciar cada una de sus curvas, que me mostrara su sonrisa millones de veces, quería enredar mis dedos en su cabello, tocar su delicada piel y dedicarle una y mil canciones. Quería hacer tantas cosas que ni siquiera me di cuenta de que aquello no sería posible si ella no colaboraba. Detrás de toda esa delicadeza, de los sonrojos y las miradas de reojo se encontraba una Naomi ruda dispuesta a ponerme las cosas difíciles.
Pero aquí está, tendida sobre mi cama, envuelta en mis sábanas y probablemente soñando conmigo (Nunca dije que no fuera una egocéntrica). Después de dos meses madrugando más de lo razonable para llegar a su casa con una caja de donuts y un chocolate caliente, después de acompañarla al gimnasio por la tarde durante casi sesenta días para quemar lo que había comido por la mañana y de recoger sus fotocopias cuando me lo pedía; Naomi se apiadó de mí. Ya no me importaba poner el despertador por las noches porque sabía que a la mañana siguiente la vería y que había una posibilidad remota de que me agradeciera el desayuno con un beso, aunque yo con sus sonrisas me conformaba. Y no, no me la he llevado a la cama, vino por su propio pie. Pero eso no es lo peor, sino que he sido yo la que ha terminado durmiendo en el sofá porque de buena soy tonta y claramente no la iba a dejar en la calle cuando apareció en mi portal para decirme que había perdido las llaves de su piso.
Y la creí hasta esta mañana, cuando por accidente he tropezado con su bolso y ha salido algo peculiar, algo metálico que encaja perfectamente con la cerradura de su apartamento.
Juego con sus llaveros con mi mano derecha y desvío mi vista de la ventana cuando escucho el crujir de mi cama.
- Vaya, las has encontrado. -Sonríe tallándose los ojos.- Está claro que a ninguna de las dos se nos da bien hacer planes de conquista porque el mío tampoco ha salido bien.
- ¿Y quién dice que el mío salió mal? -Me acerco despacio hasta el borde del colchón.
- Llevas dos meses tratándome como si fuera una reina y ni siquiera te he dado nada a cambio.
Y era una reina, mi reina.
- Yo no lo veo así, estás sentada en mi cama, con la camiseta de mi pijama y ahora mismo toda tu atención se está centrando en mí.
- Tienes razón, entonces el único plan que ha salido mal ha sido el mío, no esperaba tanta caballerosidad de tu parte como para que te fueras a dormir al sofá.
Subo de rodillas a la cama y me arrastro hasta llegar a su lado. Noto como se pone nerviosa pero intenta disimularlo, sujeta con fuerza su dedo meñique con los dedos de la mano derecha y me mira precavida, estudiando todos mis movimientos para intentar averiguar cuál será el siguiente.
- Sabes, no me gusta que utilicen la palabra caballerosidad cuando se trata de mí. ¿Las mujeres no podemos tener modales?
Sonríe relajándose y mirándome a través de sus pestañas. Es la cosa más bonita que he visto en mi vida y ni siquiera la he probado.
- Las morenas sois muy gruñonas.
Levanto una ceja sorprendida e inmediatamente frunzo mi ceño, siento una punzada de celos y envidia (o más bien egoísmo), no quiero que me meta en un saco con más gente. Yo quiero ser única y suya. Su morena para el resto de mis días.
- Y las rubias sois todas muy delicadas.
- Me gusta que seas gruñona. -Acerca su dedo índice hasta mi nariz y le da un leve toque que hace que sonría.
- Yo no soy gruñona, pero tú sí que pareces de porcelana. Estoy pensando en envolverte en plástico de burbujas por si te rompes.
- No querrás comprobar lo delicada que puedo llegar a ser.
No me tomaba en serio sus insinuaciones porque la veía demasiado inocente. Pero para nada me esperaba a una Naomi impaciente, una que se atreviera a tirarse sobre mí para darme eso que tanto había esperado.
- No te vas a escapar hasta que salde mi deuda por todos los donuts que me he comido durante todas estas semanas. -Suspiro y pero no llego a decir nada más porque posa otra vez sus labios sobre los míos cuando termina de hablar.
- No me voy a ir, no quiero estar en otro lugar ni momento que estos.
Sonríe y pasa su pierna izquierda sobre las mías para sentarse en mi regazo.
Y entonces comprendo que una caja de donuts diaria con su chocolate caliente, y unas horas de gimnasio son un precio demasiado barato para lo que es capaz de provocar en mí.

- Te lo ganaste, Liv. 

lunes, 4 de enero de 2016

Introducción a los cambios. (Prólogo)

Año nuevo, vida nueva.
A quién pretendemos engañar, todos sabemos que seguiremos haciendo exactamente lo mismo, esperaremos a que alguien cambie nuestra vida por nosotros. Pero esta vez iba a ser diferente.
Aunque no fuera una vida nueva, por lo menos tendría otra oportunidad. Una oportunidad para ser ella la que cambiara su propia vida. Aunque, tristemente, no fuera por la mejor razón ni para llegar a la mejor meta.
Después de una desastrosa cita Eileen había empezado a creer que su personalidad no era aceptada por todas las personas, que tenía que reprimirse a sí misma para poder agradar a los demás, o simplemente para que fueran capaces de soportarla.
Después de todas las cosas que le ladró ese chico, aún se seguía preguntando por qué le había invitado al cine. ¿Es que el mundo se había vuelto loco y la gente invitaba a las demás personas sin conocerlas? Le resultaba absurdo. En su mente creía que se pedía una cita a alguien a quien conocías pero estaba claro que no sabía ni lo mínimo de ella.
El problema es que Eileen siempre se da cuenta tarde de las cosas, y para cuando quiso recatarse, reprimir sus pensamientos y no mostrar —por alguna extraña razón, que ni ella comprendía— sus gustos, él ya estaba despotricando y dejando su autoestima por los suelos.
Otra cosa que no entendía era por qué había sido tan cruel, podría haberle dicho que no le gustaba. Habría preferido que le dejara por otra. Y aunque odiaba las mentiras, también habría podido soportar que le hubiera dicho que tenía una enfermedad terminal —aunque estaba claro que con eso no quería bromear—.

Eileen no sólo se percataba tarde de las cosas, generalmente hacía todo tarde. Como la decisión de cambiar su vida. Habían pasado ya tres meses desde aquella tarde en el cine, pero supuso que las navidades y la época de los —tristes y escuetos— propósitos de año nuevo, era un buen momento para empezar.



 NA: 
Esto es la introducción, o prólogo, por llamarlo de alguna manera, a un proyecto de novela para este año. Sí, sé que tengo muchas por acabar, pero ya llegará el día. 
Espero que os guste. 
PD: No tiene título aún.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Ella.

Acostumbrada a conseguir todo con el mínimo esfuerzo. Incapaz de ver sus logros y con el constante pensamiento de que no es nada, que lo que hace no tiene importancia y que los halagos de los demás son por pura obligación.
Ahogándose con sus propios pensamientos. Agonizando por un futuro claro que ni siquiera se percibe. Rogando por un aclarado de ideas o simplemente por tenerlas. Queriendo hacer todo e intentando nada a la vez. Creyendo en la lucha y quedándose fuera de la pelea.
Con falta de fuerzas, cada vez menos esperanza y mucha más debilidad.

Ella, perdida en su propio laberinto.
Ella, queriendo algo que ni siquiera ha pasado por su mente.
Ella, cada día lucha un poco más para poder seguir respirando con normalidad.
Ella, la chica que sea ahoga al aire libre y también encerrada.
Ella, la que le da vueltas a todo para terminar en el mismo sitio.

Abandonándose poco a poco. Llegando a ver ideas extravagantes como una salida a algo de lo que pretende huir. Se rehúsa a tomar decisiones. Por abandonar, abandona hasta la comida. Creyendo que cinco comidas al día son demasiadas, pero que tres también. Si a duras penas puede sobrevivir con dos, lo hará.

Perdida en sí misma se da cuenta de que está cayendo. Finge no saber nada y se derrumba por dentro. Esconde sus momentos de debilidad, grita contra la almohada para que ésta atrape sus voces. Desprecia sus sentimientos y sensaciones. En su estúpida lista de prioridades ella es la última.

Pero lo peor, lo más triste y lamentablemente es que es verdad. Todo es verdad, lo veo todos los días. Y lo vivo. Soy yo esa que no quiere tomar decisiones, esa que todos los días cierra fuertemente los ojos con la esperanza de que al abrirlos vea claro mi futuro porque no sé qué hacer. Quiero respirar con normalidad. Quiero dejar de llorar por las noches. Quiero dejar de decepcionar a las personas que me importan. No quiero levantarme más con los ojos hinchados y el ánimo por los suelos. Quiero salir de casa con ganas de hacer algo productivo, quiero sonreír por ir a clase y sobre todo quiero encontrar eso que me haga feliz, pero jodidamente me está costando la vida y una puta depresión.

martes, 15 de diciembre de 2015

Existen cosas imposibles de mostrar en una matriz. Y a veces los vectores no nos salvan la vida.

Hasta que no colocó sus gafas graduadas sobre el puente de su nariz no dejó de verlo todo borroso. Cada día se resistía más a sentir esa sensación de vértigo y mareo que sufría al olvidar esas viejas y ralladas lentes.
Aún con sus manos temblorosas consiguió verter la cantidad exacta de café que bebía cada mañana para mantenerse despierta, o eso era lo que ella creía, porque después de tantos años, extrañamente, había creado una cierta inmunidad hacia la cafeína.
Con su maletín sujeto con la fuerza justa, salió por la puerta de aquella casa de paredes cuarteadas. Continuamente pensaba en pintarlas de nuevo, e incluso se paseaba por las tiendas preguntando por los colores disponibles. Pero sabía perfectamente que aunque fuera capaz de demostrar cada día todos los teoremas que le propusieran, no tenía, o más bien conservaba, ciertas habilidades que le permitieran redecorar sin ayuda alguna su pequeño hogar.
Casada con su trabajo y profesión desde que terminó la carrera, rara vez había disfrutado de la compañía de los pocos amantes que había tenido a lo largo de su vida. Nadie era capaz de aguantarla, y sus alumnos lo sospechaban, no daba la imagen de una mujer que dedicaba parte de su tiempo para sus nietos. Cabía la posibilidad de que tuviera sobrinos, pero se dudaba de su existencia. Ninguno de sus don Juanes había llegado a comprender el amor y la estrecha relación que mantenía con su trabajo. Parecían los terceros entre ella y los números. Llegaban incluso a sentirse mal, a poder creer que ellos eran su aventura y que cuando ella llegaba a casa descansaba rodeada de hojas llenas de letras y números colocadas de tal manera que ningún mortal les encontraría sentido.
Con monotonía apartó el retrovisor que le mostraba las marcas de la edad. Constantemente se repetía que una arruga más o una cana no disminuirían sus capacidades matemáticas, sin embargo tenía aquellos días vividos por todos los que se rodean de soledad, que la hundían hasta lo más profundo del pozo permitiéndole escuchar el propio eco de sus pensamientos. Repitiendo una y otra vez que los años acabarían con ella y que la única compañía que tendría sería la de los amarillentos folios que la esperaban en su despacho, testigos de sus caídas y logros. Conscientes en sí mismos de que eran su único apoyo por muy triste que sonase.

Y, rodeada constantemente de personas, palpaba la agonía y vivía la rivalidad estúpida entre investigadores, ahogados en una competición interminable que acababa con sus vidas.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Ahondando en la rutina.

Pan y aceite, todos los días igual. La rutina nunca cambiaba antes de salir de casa. Hacía años que había dejado de tomar el pan tostado, exactamente los mismos años que habían pasado desde la muerte de su mujer. Se vestía como siempre, pantalones, un jersey del mismo color que los zapatos y rara vez dejaba en casa su chaqueta. Antes de salir, como siempre, le dedicaba una sonrisa al espejo de la entrada y un beso a la foto del amor de su vida.
Y entonces es cuando se acababa la rutina, la dejaba entre las paredes de su piso, la abandonaba a su suerte para que otro desgraciado la cogiera. Aunque pocas personas eran las que no la poseían ya. Se acercaba al mapa de las líneas urbanas que tenía la parada de autobús más cercana y elegía un número al azar. Podrían repetirse, pero el viaje nunca era el mismo.
Una vez elegido el autobús que cogería, buscaba la parada más cercana a su situación y se encaminaba saludando a quien su vista le permitía reconocer, y tal vez a algún desconocido de más. Nunca estaba mal dedicar sonrisas a alguien más que a tu propio reflejo. Aquel día no sería diferente, aunque nunca se repetían los pasos, era otra rutina. Sin embargo, esa mañana la huelga de autobuses le haría esperar por media hora al treinta y ocho, número que había escogido porque eran los años que cumplía su hijo la semana siguiente. Dando vueltas por la marquesina, con el periódico en la mano y los dientes rechinando, escuchó cómo le llamaban.
Le costó un movimiento de gafas darse cuenta de quién se trataba, Felicia, su antigua vecina, aquella que hacía unos pasteles tan buenos, se encontraba acompañada por dos señoras más de su edad, a cada cual más arrugada. Sonrió en su dirección y agitó el diario para saludarle.
—¡Tomás! Cuánto tiempo. —Recordó. —¿Adónde vas?
Se percató de que no era la primera vez que lo veía en una parada de autobús desde la muerte de su esposa y tenía curiosidad.
—Ni yo mismo lo sé. —Contestó con una risa que terminó convirtiéndose en una preocupante tos de la que logró salir airoso.
Felicia suspiró negando para sí misma. Aquel hombre era un buen partido, seguro que habría podido quererle  a pesar de haber tenido a Julián. Pero no, sabía que él sólo tenía ojos para una mujer, y lamentablemente ésta ya no podría disfrutar nunca más de la generosidad y buena compañía de Tomás.
Se despidió al ver que llegaba su transporte, subió sin dificultad y colocó la tarjeta que le habían facilitado por su jubilación sobre aquel extraño aparato que siempre pitaba al hacer el mismo gesto. Encogiéndose de hombros buscó un sitio en el que acomodarse, quejándose internamente porque si se sentaba en el único que había libre, las vistas serían a la parte frontal del vehículo.
Resignándose, se dejó caer con el crujido de sus rodillas sobre la roída espuma que cubría aquellos pobres asientos y abrió el periódico exactamente por la mitad. No tenía intención de prestarle atención, simplemente lo sujetaría con sus temblorosas manos mientras miraba por la ventana. Sin embargo, terminó cediendo, clavó sus ojos en las primeras líneas impresas, refunfuñando porque no le gustaba estar de frente y comenzó a leer sin darse cuenta de que estaba haciendo de su propia "no-rutina" la más asquerosa de las rutinas, por mucho azar que se interpusiera en ella. El que el joven de greñas, que se situaba delante de él, se levantó para bajar del autobús; y Tomás aprovechó dicha ocasión para cambiarse de lugar. Y entonces sí, sujetó el diario con sus arrugadas a la vez que callosas manos y miró a través de la ventana. Le gustaba verlo de esa forma, le gustaba no anticipar lo que iba a pasar aunque se sabía perfectamente el recorrido de todos los autobuses de la ciudad, todas y cada una de las calles por las que pasaban todos ellos. Utilizaba su memoria, la entrenaba día a día, recordando detalles de los peatones y muchas veces se alegraba al reconocerlos de nuevo.
La chica a la que se le cayeron los libros por hablar por el móvil.
Sonreía al ver que había aprendido la lección metiéndolos en una mochila.
Aquel extravagante chaval que se atrevía a vivir con el cabello azul.
Sonreía al ver cómo se había decolorado para dar paso a un feo verde ceniza.
La mujer estresada que casi siempre corría para llegar al trabajo y que pocas veces lograba disimular las manchas de papilla que habitaban en sus arrugadas camisas.
Y entonces ya no sonreía al darse cuenta de que ella hacía todo lo imposible por no perder su trabajo, la había visto rogando con el movimiento de sus labios para llegar a tiempo.
La pareja que siempre sonreía pero que a la vez soltaba dagas por los ojos.
Le hacía gracia poder distinguir entre la gente falsa y los que de verdad eran felices. Adoraba ver gente enfadada paseando por la calle sin darse cuenta de que podían empujar con su hombro al amor de su vida y que por ir bufando no se daban cuenta de ello y le dejaban escapar, o más bien huir. Pero no los adoraba por su estupidez, los doraba porque eran capaces de aceptar que todo en la vida no era color de rosas aunque muy a su pesar, muchos de ellos tendían a exagerar y a crear de un grano de arena un castillo entero.

Tomás se burlaba de las estúpidas escenas que montaban las adolescentes en medio de la calle, reía cuando recordaba sus años de juventud. Suspiraba cuando en su mente aparecían momentos vividos con su esposa, no dejaba que ninguno de ellos se diluyera en su memoria. Y se enorgullecía creyendo que había sido capaz de escapar de la monotonía cuando en realidad lo único que hacía era caer más hondo en ella porque el azar y las coincidencias eran parte de ella.