Pan y aceite, todos los días
igual. La rutina nunca cambiaba antes de salir de casa. Hacía años que había
dejado de tomar el pan tostado, exactamente los mismos años que habían pasado
desde la muerte de su mujer. Se vestía como siempre, pantalones, un jersey del
mismo color que los zapatos y rara vez dejaba en casa su chaqueta. Antes de
salir, como siempre, le dedicaba una sonrisa al espejo de la entrada y un beso
a la foto del amor de su vida.
Y entonces es cuando se acababa
la rutina, la dejaba entre las paredes de su piso, la abandonaba a su suerte
para que otro desgraciado la cogiera. Aunque pocas personas eran las que no la
poseían ya. Se acercaba al mapa de las líneas urbanas que tenía la parada de
autobús más cercana y elegía un número al azar. Podrían repetirse, pero el
viaje nunca era el mismo.
Una vez elegido el autobús que
cogería, buscaba la parada más cercana a su situación y se encaminaba saludando
a quien su vista le permitía reconocer, y tal vez a algún desconocido de más.
Nunca estaba mal dedicar sonrisas a alguien más que a tu propio reflejo. Aquel
día no sería diferente, aunque nunca se repetían los pasos, era otra rutina.
Sin embargo, esa mañana la huelga de autobuses le haría esperar por media hora
al treinta y ocho, número que había escogido porque eran los años que cumplía
su hijo la semana siguiente. Dando vueltas por la marquesina, con el periódico
en la mano y los dientes rechinando, escuchó cómo le llamaban.
Le costó un movimiento de gafas
darse cuenta de quién se trataba, Felicia, su antigua vecina, aquella que hacía
unos pasteles tan buenos, se encontraba acompañada por dos señoras más de su
edad, a cada cual más arrugada. Sonrió en su dirección y agitó el diario para
saludarle.
—¡Tomás! Cuánto tiempo. —Recordó.
—¿Adónde
vas?
Se percató de que no era la
primera vez que lo veía en una parada de autobús desde la muerte de su esposa y
tenía curiosidad.
—Ni yo mismo lo sé. —Contestó
con una risa que terminó convirtiéndose en una preocupante tos de la que logró
salir airoso.
Felicia suspiró negando para sí
misma. Aquel hombre era un buen partido, seguro que habría podido quererle a pesar de haber tenido a Julián. Pero no,
sabía que él sólo tenía ojos para una mujer, y lamentablemente ésta ya no
podría disfrutar nunca más de la generosidad y buena compañía de Tomás.
Se despidió al ver que llegaba su
transporte, subió sin dificultad y colocó la tarjeta que le habían facilitado
por su jubilación sobre aquel extraño aparato que siempre pitaba al hacer el
mismo gesto. Encogiéndose de hombros buscó un sitio en el que acomodarse,
quejándose internamente porque si se sentaba en el único que había libre, las
vistas serían a la parte frontal del vehículo.
Resignándose, se dejó caer con el
crujido de sus rodillas sobre la roída espuma que cubría aquellos pobres
asientos y abrió el periódico exactamente por la mitad. No tenía intención de
prestarle atención, simplemente lo sujetaría con sus temblorosas manos mientras
miraba por la ventana. Sin embargo, terminó cediendo, clavó sus ojos en las
primeras líneas impresas, refunfuñando porque no le gustaba estar de frente y
comenzó a leer sin darse cuenta de que estaba haciendo de su propia "no-rutina" la más asquerosa
de las rutinas, por mucho azar que se interpusiera en ella. El que el joven de
greñas, que se situaba delante de él, se levantó para bajar del autobús; y Tomás
aprovechó dicha ocasión para cambiarse de lugar. Y entonces sí, sujetó el
diario con sus arrugadas a la vez que callosas manos y miró a través de la ventana.
Le gustaba verlo de esa forma, le gustaba no anticipar lo que iba a pasar
aunque se sabía perfectamente el recorrido de todos los autobuses de la ciudad,
todas y cada una de las calles por las que pasaban todos ellos. Utilizaba su
memoria, la entrenaba día a día, recordando detalles de los peatones y muchas
veces se alegraba al reconocerlos de nuevo.
La chica a la que se le cayeron los libros por hablar por el móvil.
Sonreía al ver que había
aprendido la lección metiéndolos en una mochila.
Aquel extravagante chaval que se atrevía a vivir con el cabello azul.
Sonreía al ver cómo se había
decolorado para dar paso a un feo verde ceniza.
La mujer estresada que casi siempre corría para llegar al trabajo y que
pocas veces lograba disimular las manchas de papilla que habitaban en sus arrugadas
camisas.
Y entonces ya no sonreía al darse
cuenta de que ella hacía todo lo imposible por no perder su trabajo, la había
visto rogando con el movimiento de sus labios para llegar a tiempo.
La pareja que siempre sonreía pero que a la vez soltaba dagas por los
ojos.
Le hacía gracia poder distinguir
entre la gente falsa y los que de verdad eran felices. Adoraba ver gente
enfadada paseando por la calle sin darse cuenta de que podían empujar con su
hombro al amor de su vida y que por ir bufando no se daban cuenta de ello y le
dejaban escapar, o más bien huir. Pero no los adoraba por su estupidez, los
doraba porque eran capaces de aceptar que todo en la vida no era color de rosas
aunque muy a su pesar, muchos de ellos tendían a exagerar y a crear de un grano
de arena un castillo entero.
Tomás se burlaba de las estúpidas
escenas que montaban las adolescentes en medio de la calle, reía cuando recordaba
sus años de juventud. Suspiraba cuando en su mente aparecían momentos vividos
con su esposa, no dejaba que ninguno de ellos se diluyera en su memoria. Y se enorgullecía
creyendo que había sido capaz de escapar de la monotonía cuando en realidad lo
único que hacía era caer más hondo en ella porque el azar y las coincidencias
eran parte de ella.
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