lunes, 14 de diciembre de 2015

Ahondando en la rutina.

Pan y aceite, todos los días igual. La rutina nunca cambiaba antes de salir de casa. Hacía años que había dejado de tomar el pan tostado, exactamente los mismos años que habían pasado desde la muerte de su mujer. Se vestía como siempre, pantalones, un jersey del mismo color que los zapatos y rara vez dejaba en casa su chaqueta. Antes de salir, como siempre, le dedicaba una sonrisa al espejo de la entrada y un beso a la foto del amor de su vida.
Y entonces es cuando se acababa la rutina, la dejaba entre las paredes de su piso, la abandonaba a su suerte para que otro desgraciado la cogiera. Aunque pocas personas eran las que no la poseían ya. Se acercaba al mapa de las líneas urbanas que tenía la parada de autobús más cercana y elegía un número al azar. Podrían repetirse, pero el viaje nunca era el mismo.
Una vez elegido el autobús que cogería, buscaba la parada más cercana a su situación y se encaminaba saludando a quien su vista le permitía reconocer, y tal vez a algún desconocido de más. Nunca estaba mal dedicar sonrisas a alguien más que a tu propio reflejo. Aquel día no sería diferente, aunque nunca se repetían los pasos, era otra rutina. Sin embargo, esa mañana la huelga de autobuses le haría esperar por media hora al treinta y ocho, número que había escogido porque eran los años que cumplía su hijo la semana siguiente. Dando vueltas por la marquesina, con el periódico en la mano y los dientes rechinando, escuchó cómo le llamaban.
Le costó un movimiento de gafas darse cuenta de quién se trataba, Felicia, su antigua vecina, aquella que hacía unos pasteles tan buenos, se encontraba acompañada por dos señoras más de su edad, a cada cual más arrugada. Sonrió en su dirección y agitó el diario para saludarle.
—¡Tomás! Cuánto tiempo. —Recordó. —¿Adónde vas?
Se percató de que no era la primera vez que lo veía en una parada de autobús desde la muerte de su esposa y tenía curiosidad.
—Ni yo mismo lo sé. —Contestó con una risa que terminó convirtiéndose en una preocupante tos de la que logró salir airoso.
Felicia suspiró negando para sí misma. Aquel hombre era un buen partido, seguro que habría podido quererle  a pesar de haber tenido a Julián. Pero no, sabía que él sólo tenía ojos para una mujer, y lamentablemente ésta ya no podría disfrutar nunca más de la generosidad y buena compañía de Tomás.
Se despidió al ver que llegaba su transporte, subió sin dificultad y colocó la tarjeta que le habían facilitado por su jubilación sobre aquel extraño aparato que siempre pitaba al hacer el mismo gesto. Encogiéndose de hombros buscó un sitio en el que acomodarse, quejándose internamente porque si se sentaba en el único que había libre, las vistas serían a la parte frontal del vehículo.
Resignándose, se dejó caer con el crujido de sus rodillas sobre la roída espuma que cubría aquellos pobres asientos y abrió el periódico exactamente por la mitad. No tenía intención de prestarle atención, simplemente lo sujetaría con sus temblorosas manos mientras miraba por la ventana. Sin embargo, terminó cediendo, clavó sus ojos en las primeras líneas impresas, refunfuñando porque no le gustaba estar de frente y comenzó a leer sin darse cuenta de que estaba haciendo de su propia "no-rutina" la más asquerosa de las rutinas, por mucho azar que se interpusiera en ella. El que el joven de greñas, que se situaba delante de él, se levantó para bajar del autobús; y Tomás aprovechó dicha ocasión para cambiarse de lugar. Y entonces sí, sujetó el diario con sus arrugadas a la vez que callosas manos y miró a través de la ventana. Le gustaba verlo de esa forma, le gustaba no anticipar lo que iba a pasar aunque se sabía perfectamente el recorrido de todos los autobuses de la ciudad, todas y cada una de las calles por las que pasaban todos ellos. Utilizaba su memoria, la entrenaba día a día, recordando detalles de los peatones y muchas veces se alegraba al reconocerlos de nuevo.
La chica a la que se le cayeron los libros por hablar por el móvil.
Sonreía al ver que había aprendido la lección metiéndolos en una mochila.
Aquel extravagante chaval que se atrevía a vivir con el cabello azul.
Sonreía al ver cómo se había decolorado para dar paso a un feo verde ceniza.
La mujer estresada que casi siempre corría para llegar al trabajo y que pocas veces lograba disimular las manchas de papilla que habitaban en sus arrugadas camisas.
Y entonces ya no sonreía al darse cuenta de que ella hacía todo lo imposible por no perder su trabajo, la había visto rogando con el movimiento de sus labios para llegar a tiempo.
La pareja que siempre sonreía pero que a la vez soltaba dagas por los ojos.
Le hacía gracia poder distinguir entre la gente falsa y los que de verdad eran felices. Adoraba ver gente enfadada paseando por la calle sin darse cuenta de que podían empujar con su hombro al amor de su vida y que por ir bufando no se daban cuenta de ello y le dejaban escapar, o más bien huir. Pero no los adoraba por su estupidez, los doraba porque eran capaces de aceptar que todo en la vida no era color de rosas aunque muy a su pesar, muchos de ellos tendían a exagerar y a crear de un grano de arena un castillo entero.

Tomás se burlaba de las estúpidas escenas que montaban las adolescentes en medio de la calle, reía cuando recordaba sus años de juventud. Suspiraba cuando en su mente aparecían momentos vividos con su esposa, no dejaba que ninguno de ellos se diluyera en su memoria. Y se enorgullecía creyendo que había sido capaz de escapar de la monotonía cuando en realidad lo único que hacía era caer más hondo en ella porque el azar y las coincidencias eran parte de ella. 

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