Estirando mi brazo sobre el
colchón sentí lo que faltaba, se sentía vacío y frío. Cerré los ojos
profundamente hasta que la puerta de nuestra habitación se abrió, dejándome ver
al ser más hermoso que sus padres pudieron haber creado. Pasó una pierna sobre
mi cintura y se sentó a horcajadas.
- Buenos días. -Ronroneó a
centímetros de mis labios.
No sabía cómo pero a cada día que
pasaba la tenía más metida bajo mi piel. Por ella había dejado todo lo malo que
en un pasado me rodeaba, dejé de buscar la diversión en el alcohol para
encontrarla junto a ella en el sillón. Nunca, jamás, habría pensado que aquella
pobre chica que se presentó en la puerta de mi casa, calada hasta los huesos,
buscando un techo para no morir de hipotermia, llegaría a ser alguien a quien
poder llamar el amor de mi vida. Me había enseñado tantas cosas que me sentía
en deuda, necesitaría dos vidas más para darle todo lo que ella me había
entregado por ser yo; o eso decía ella siempre que le preguntaba.
Esas cosas no se preguntan. No lo pienso, Hugo, lo hago y punto.
Ella siempre sabía qué decir y
cuando tenía que callarse. Amé cada segundo que pasé observándola leer sus
libros de misterio, cómo se frustraba ella sola intentando averiguar quién era
el asesino, contándome sus hipótesis hasta las tres de la mañana; y yo, como un
tonto enamorado, si hacía falta me quedaba despierto hasta las cinco.
- Te he hecho el desayuno. -Sus
labios se juntaron con los míos en un toque sutil.
No era suficiente, nunca lo era.
Elevé mis brazos hasta su espalda para que se acomodara en mi pecho y poder
profundizar más en ese saludo mañanero.
- ¿Ah, sí? -Pregunté entre beso y
beso, abriendo los ojos para admirarla un poquito más, si es que eso era
posible.
- Aham... -Sonrió sobre mis labios
y en un rápido movimiento, con sus caderas sujetadas por mis manos, la giré
hacia la derecha para ser yo el que estuviera encima.
- Entonces tendré que probarlo.
Hice un amago de darle otro beso,
pero antes de que eso pasara, yo ya estaba corriendo hacia la cocina mientras
escuchaba sus quejas desde el colchón.
La esperé con una sonrisa en mi
rostro, sentado sobre uno de los taburetes que acompañaban la barra americana
de mi apartamento. Tenía que admitir, que el origen de mi piso no era muy
legal, pero mientras tuviera un techo bajo el que vivir, no encontraba el
problema.
- La próxima vez que me hagas eso
me iré. No sé... Tal vez a las Maldivas... No, eso es muy caro. -Se acercó a mi
despacio.- Igual me voy a Francia, o a Milán.
Después de tantas veces
escuchando lo mismo, me había acostumbrado a que me dijera que se iba a ir. Al
principio yo lo tenía asumido, es decir, había aparecido en mi puerta con una
mochila casi más grande que ella, llena de cosas. Ni siquiera tenía casa, le
gustaba viajar y lo hacía. A su manera. Nunca hablaba de su familia, no sabía
si tenía una. Jamás mencionó una madre o un padre, y mucho menos una tía o
algún hermano. Estaba tan metido en mi mundo, tan drogado con su presencia que
ni le pregunté, prefería no presionar y alejarme de esos temas. El miedo era
constante en mi sistema, me aterraba perderla porque me había acostumbrado a
tenerla día y noche, a sentirla y poder reconocer su perfume a metros de
distancia, cuando se trataba de Joy era como un perro. Celoso, sí, pero
intentaba disimularlo cuanto podía porque sabía que a ella no le gustaba. Según
mis amigos, los que me quedaban, yo me había perdido, dejando atrás todo lo que
a ellos les gustaba pero a mí empezaba a darme asco. Llegué a entender que no
necesitaba emborracharme como mínimo una vez a la semana para ser persona.
Dejé el egocentrismo de lado, de
mirarme en el espejo para mirarla a ella. Su pelo de colores intensificaba los
rasgos de su cara, dividida por esa nariz estrecha y respingona que ella tanto
odiaba y que a mí tanto me gustaba; sus labios, totalmente apetecibles que me
tentaban a todas horas, ni siquiera era capaz de tener una conversación decente
cuando ella pasaba su lengua sobre estos. Me miraba divertida y achicaba los
ojos cuando se daba cuenta de que no la estaba escuchando, escrutándome tras
esas pestañas con sus pupilas totalmente verdes. Al principio pensé que
utilizaba lentillas, eran los ojos más verdes que había visto nunca y me
encantaban como ningún otro. Aunque claro, igual eso tenía que ver con su
dueña.
Pasamos la mañana en el salón,
ella intentando descifrar uno de sus libros y yo... Yo mientras intentaba
descifrarla a ella y a su sonrisa que aparecía cuando sus ojos se posaban en mí
y me pillaba mirándola.
La portada de ese libro, con la Fontana di Trevi estampada en él, me
dieron una idea, o más bien ganas de comer pasta y pizza.
La invitaría a comer y estaba
completamente seguro de que no se resistiría a una propuesta como aquella.
Sabía a la perfección cuál era su restaurante italiano favorito. Mas no
terminaba de aclararme si era por la comida o por la decoración de este, con
fotos de las viñas típicas de la toscana colgadas de las paredes y sillas y
mesas de madera, manteles a cuadros rojos y blancos, sin olvidarnos de los camareros
que o eran italianos o imitaban el acento a la perfección. Más de uno había
sufrido las miradas asesinas que les dedicaba cuando Joy estaba ensimismada con
la carta.
Cogió las llaves del apartamento
antes de darme un beso y salir por la puerta.
Me limité a encoger el brazo, no
quería sentir ni ese frío ni el vacío. Habían pasado dos semanas desde que ella
y su gran mochila desaparecieran de mi piso y de mi vida. Catorce días en los
que los recuerdos no habían dejado de aparecer por mi mente, seguía alucinando
con su presencia, había dejado de comer porque un día en un vago intento de
hacerme algo, terminé rompiendo todos y cada uno de los platos de mi cocina al
ver los espaguetis, al acordarme de ella. De sus desayunos, de sus sonrisas y
de todas las putas veces que me dijo que se iría.
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