martes, 12 de enero de 2016

Y ahora recuerdo que nunca me desperté.

Estirando mi brazo sobre el colchón sentí lo que faltaba, se sentía vacío y frío. Cerré los ojos profundamente hasta que la puerta de nuestra habitación se abrió, dejándome ver al ser más hermoso que sus padres pudieron haber creado. Pasó una pierna sobre mi cintura y se sentó a horcajadas.
- Buenos días. -Ronroneó a centímetros de mis labios.
No sabía cómo pero a cada día que pasaba la tenía más metida bajo mi piel. Por ella había dejado todo lo malo que en un pasado me rodeaba, dejé de buscar la diversión en el alcohol para encontrarla junto a ella en el sillón. Nunca, jamás, habría pensado que aquella pobre chica que se presentó en la puerta de mi casa, calada hasta los huesos, buscando un techo para no morir de hipotermia, llegaría a ser alguien a quien poder llamar el amor de mi vida. Me había enseñado tantas cosas que me sentía en deuda, necesitaría dos vidas más para darle todo lo que ella me había entregado por ser yo; o eso decía ella siempre que le preguntaba.
Esas cosas no se preguntan. No lo pienso, Hugo, lo hago y punto.
Ella siempre sabía qué decir y cuando tenía que callarse. Amé cada segundo que pasé observándola leer sus libros de misterio, cómo se frustraba ella sola intentando averiguar quién era el asesino, contándome sus hipótesis hasta las tres de la mañana; y yo, como un tonto enamorado, si hacía falta me quedaba despierto hasta las cinco.
- Te he hecho el desayuno. -Sus labios se juntaron con los míos en un toque sutil.
No era suficiente, nunca lo era. Elevé mis brazos hasta su espalda para que se acomodara en mi pecho y poder profundizar más en ese saludo mañanero.
- ¿Ah, sí? -Pregunté entre beso y beso, abriendo los ojos para admirarla un poquito más, si es que eso era posible.
- Aham... -Sonrió sobre mis labios y en un rápido movimiento, con sus caderas sujetadas por mis manos, la giré hacia la derecha para ser yo el que estuviera encima.
- Entonces tendré que probarlo.
Hice un amago de darle otro beso, pero antes de que eso pasara, yo ya estaba corriendo hacia la cocina mientras escuchaba sus quejas desde el colchón.
La esperé con una sonrisa en mi rostro, sentado sobre uno de los taburetes que acompañaban la barra americana de mi apartamento. Tenía que admitir, que el origen de mi piso no era muy legal, pero mientras tuviera un techo bajo el que vivir, no encontraba el problema.
- La próxima vez que me hagas eso me iré. No sé... Tal vez a las Maldivas... No, eso es muy caro. -Se acercó a mi despacio.- Igual me voy a Francia, o a Milán.
Después de tantas veces escuchando lo mismo, me había acostumbrado a que me dijera que se iba a ir. Al principio yo lo tenía asumido, es decir, había aparecido en mi puerta con una mochila casi más grande que ella, llena de cosas. Ni siquiera tenía casa, le gustaba viajar y lo hacía. A su manera. Nunca hablaba de su familia, no sabía si tenía una. Jamás mencionó una madre o un padre, y mucho menos una tía o algún hermano. Estaba tan metido en mi mundo, tan drogado con su presencia que ni le pregunté, prefería no presionar y alejarme de esos temas. El miedo era constante en mi sistema, me aterraba perderla porque me había acostumbrado a tenerla día y noche, a sentirla y poder reconocer su perfume a metros de distancia, cuando se trataba de Joy era como un perro. Celoso, sí, pero intentaba disimularlo cuanto podía porque sabía que a ella no le gustaba. Según mis amigos, los que me quedaban, yo me había perdido, dejando atrás todo lo que a ellos les gustaba pero a mí empezaba a darme asco. Llegué a entender que no necesitaba emborracharme como mínimo una vez a la semana para ser persona.
Dejé el egocentrismo de lado, de mirarme en el espejo para mirarla a ella. Su pelo de colores intensificaba los rasgos de su cara, dividida por esa nariz estrecha y respingona que ella tanto odiaba y que a mí tanto me gustaba; sus labios, totalmente apetecibles que me tentaban a todas horas, ni siquiera era capaz de tener una conversación decente cuando ella pasaba su lengua sobre estos. Me miraba divertida y achicaba los ojos cuando se daba cuenta de que no la estaba escuchando, escrutándome tras esas pestañas con sus pupilas totalmente verdes. Al principio pensé que utilizaba lentillas, eran los ojos más verdes que había visto nunca y me encantaban como ningún otro. Aunque claro, igual eso tenía que ver con su dueña.
Pasamos la mañana en el salón, ella intentando descifrar uno de sus libros y yo... Yo mientras intentaba descifrarla a ella y a su sonrisa que aparecía cuando sus ojos se posaban en mí y me pillaba mirándola.
La portada de ese libro, con la Fontana di Trevi estampada en él, me dieron una idea, o más bien ganas de comer pasta y pizza.
La invitaría a comer y estaba completamente seguro de que no se resistiría a una propuesta como aquella. Sabía a la perfección cuál era su restaurante italiano favorito. Mas no terminaba de aclararme si era por la comida o por la decoración de este, con fotos de las viñas típicas de la toscana colgadas de las paredes y sillas y mesas de madera, manteles a cuadros rojos y blancos, sin olvidarnos de los camareros que o eran italianos o imitaban el acento a la perfección. Más de uno había sufrido las miradas asesinas que les dedicaba cuando Joy estaba ensimismada con la carta.
Cogió las llaves del apartamento antes de darme un beso y salir por la puerta.

Me limité a encoger el brazo, no quería sentir ni ese frío ni el vacío. Habían pasado dos semanas desde que ella y su gran mochila desaparecieran de mi piso y de mi vida. Catorce días en los que los recuerdos no habían dejado de aparecer por mi mente, seguía alucinando con su presencia, había dejado de comer porque un día en un vago intento de hacerme algo, terminé rompiendo todos y cada uno de los platos de mi cocina al ver los espaguetis, al acordarme de ella. De sus desayunos, de sus sonrisas y de todas las putas veces que me dijo que se iría. 

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